sábado, 6 de diciembre de 2014

En el cubículo

Gota a gota
mi cuerpo se disuelve;
bajo el calor
me vuelvo un escuchar el vacío
en el cubículo.

Gota a gota
es un fluir acústico
mi cuerpo desnudo
disolución de lluvia
el calor desde el metal,
en el cubículo.

Allí,
mis manos sienten los secretos
no soy y soy

agua

escucha

cuerpo.


[En el cubículo. 


Soy, contra lo que no soy, y viceversa.
Soy, contra lo que nunca he sido.


[En el cubículo. 








...

Amaia Miranda





jueves, 4 de diciembre de 2014

Ana, la muerte y nosotros.

La primera vez que vimos a Ana no llegamos a verla si quiera. 
Fue un desliz, un trasluz, un "siesnoes de realidad sin forma". 
Ella estaba detrás de aquel espacio-tiempo y nosotros al otro lado de aquella cuarta dimensión. Los edificios de tiempo se desmontaban a su al rededor y la cobertura en nuestra sección era ciertamente inexistente. Ana era una señal entrecortada de emociones codificadas que se filtraban por la retina de una de las pantallas que andábamos manejando. Ana era deidad etérea y única, trasluz y desliz entrecortado. Ana existía y no, en una dualidad paradójica. Pero Ana era aún más poética en su existencia etérea que en su materialización más absoluta. De haber llegado a ser. 

De haber llegado a ser, Ana hubiese sido un brillo cegador de lucideces encadenadas. Pero no era, y eso lo sabíamos desde el principio. Sin embargo, surcábamos a tientas ese lugar común con la esperanza vaga de dar con ella. Porque sin ser, sin haber sido nunca, sabíamos que estaba allí, aguardando. Con su poética etérea. 

La primera vez que vimos a Ana, un silencio estremecedor nos heló la sangre. Uno de esos silencios perceptibles, más ensordecedores que el sonido más abrupto. Uno de esos silencios que surgen ante la evidencia de lo extraordinario. Pero no teníamos sangre. Simplemente vacío en el cuerpo. Silencio llenando el vacío. 

Pero no teníamos cuerpo. Solamente vacío yermo, vacío flotante, anegado de silencio. 
Pero no teníamos cuerpo. 

De haber tenido cuerpo, hubiésemos tenido sangre. Y de haber tenido sangre, la sangre se nos hubiese helado en el cuerpo. Pero vagábamos en un existir incorpóreo, y ni siquiera alcanzamos nunca a entrever a Ana. Pero en nuestro no-cuerpo, percibimos a la no-Ana, como el silencio más profundo. Como la nada ante la nada, violenta. Sedienta de silencio, sedienta de no-seres, de preguntas, de callados. Como dos inexistencias reconociéndose iguales, admirándose desde su única consciencia del no ser. 

La primera vez que vimos a Ana, supimos que la muerte era una realidad más palpable que ninguna otra. Más verdadera y absoluta. Y sin embargo, seguimos avanzando. Siempre hacia delante, hacia lo desconocido. 

Sólo mucho después llegamos a ser conscientes de que Ana, la muerte y nosotros, como vacío yermo anegado de silencio, éramos un mismo ente avanzando en paralelo...



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Amaia Miranda