lunes, 30 de septiembre de 2013

Al final del arcoiris


—Mamá, si una casa tiene 3 pisos. en cada piso hay 8 ventanas, 4 casas y tres re-alquilados. Teniendo en cuenta, además, el ático, por ambos lados, y sus respectivas ventanas, dime, ¿por qué murió la abuela del cerrajero?
Theodore tenía tan solo 16 años y una curiosidad infinita cuando decidió embarcarse en la aventura de seguir la estela del arcoiris. Su padre le había contado que al final de éste había una gran olla de arcilla repleta de oro. La olla, y por lo tanto el oro, sería sólo de aquél que alcanzase su destino antes de la llegada del invierno.
Nuestro Theodore salió de casa una cálida noche de mediados de primavera. Sin hacer ruido. Sintiéndose ya un hombre. Sin despertar a nadie. Sabía que de haberlo hecho no le hubiesen dejado embarcarse en su aventura. Y así, con la única compañía de las estrellas, partió hacia su destino.
Lo que Theodore no sabía, es que en aquel mismo momento una joven, llamada Rena, emprendía igual hazaña, en silencio y con la única compañía de la luna llena. Y lo que no sabían, ninguno de ellos, es que se encontraban cada uno en un extremo opuesto del arcoiris.
La aventura era en realidad una carrera a contrarreloj. Debían alcanzar el extremo opuesto antes de que los primeros vendavales obligasen a las hojas a desnudar a los árboles.
Theodore era valiente y curioso. Rena inteligente y llena de vida.
Caminaron durante días, sin verse, sin saberse conocidos, transitando pueblos y aldeas, durmiendo a la intemperie, con esa energía insólita que te otorga el caminar hacia tu destino. Poco a poco, fueron haciendo amigos en su camino. Amigos que se les fueron uniendo a la aventura... y así fue como los rumores se extendieron y las dos expediciones tuvieron la noticia de que había un grupo de personas haciendo ese mismo camino en sentido contrario.
—¡¿Cómo puede ser?! ¡Es imposible! ¡Yo vengo del principio del arcoiris! —gritaron ambos a la vez, a kilómetros de distancia.
Ansiosos de encontrar a la otra expedición aligeraron sus pasos, obligando a muchos de sus acompañantes a quedarse atrás, pues muchos eran ancianos, deseosos de ver una última maravilla visual antes de abandonar... Y solos, de nuevo, Rena y Theodore reemprendieron su camino. Buscándose a ciegas.
Pasaron las semanas y llego el verano. Las flores de los árboles se convirtieron en frutos y el calor abrasador se pego a su cuerpo como una segunda piel. Caminar cada vez se hacía más pesado pero presentían que estaban cerca. Casi habían olvidado la olla y las monedas de oro, sólo querían saber, del otro, de ese otro ser humano con el mismo cuento de infancia, sueños e ilusiones...
Marcaba ocho de agosto en el calendario cuando se encontraron. El calor les hacía sudar por el esfuerzo y sus pasos eran lentos, arrastrados. Pero de pronto, algo cambió en el aire. Fue un leve batir, una sutileza. Pero ambos lo notaron. Y levantaron la mirada, hacia el horizonte. Y allí estaban. Theodore valiente y curioso, Rena inteligente y llena de vida. Se amaron desde el primer momento. Quedaron olvidadas ollas y monedas de oro, los siete colores y todos los sueños de infancia. Y sólo aguardó aquel momento, en el que ambos, desnudos, se amaron por primera vez bajo la estela del arcoiris. Para después desaparecer, también, como todo, en la noche...
Cuando Theodore llegó a casa ya habían comenzado a caerse las hojas de los árboles con los primeros vendavales. Su madre le esperaba con un abrazo cargado de la angustia del que aguarda a un hijo perdido. Su padre, pipa en mano, lucía una amplia sonrisa de medio lado.

Pero cuando le preguntaron por la olla y por el oro, fue Theodore quién sonrió, tímido, e hizo pasar a Rena. Y la sonrisa de su padre no pudo ya ser más ancha cuando les habló a ambos.
—Una olla y unas monedas de oro, no son más que la representación más fácil de lo que llamamos tesoro. Y vosotros, como tantos otros, habéis encontrado el vuestro siguiendo la estela del arcoiris.... 

martes, 24 de septiembre de 2013

Olor

Me gusta cuando huele así. A creación. A reencuentro. A esa especie de atardecer veraniego mental que todo lo cohesiona. Que todo lo ilumina y vivifica, dándole ese nosequé a caballo entre la veracidad y el ensueño que me hace coger el bolígrafo y escribir durante horas (sí, aún soy de bolígrafo...). Es un olor poco común y variable, que a veces se percibe desde las sábanas, como un remolino desde la ventana, no siempre lo suficientemente fuerte como para levantarme... otras como un huracán embravecido que me lleva inexorablemente hacia el papel, esté donde esté, sea la hora que sea... Es ese olor a luz mañanera, a bizcocho, a la calma de la noche, a amor recién exprimido, a buena música, a ti. Sí. Me gusta cuando huele así...

 

sábado, 7 de septiembre de 2013

Vieja canción turca

Podía pasarse horas y horas ensimismada en lo que hacía. A veces, observar en detalle fotografías que mostraban los paisajes, la gente, las cosas de china, su gran amor. 
Otras veces quedarse sentada, simplemente, con los brazos a los lados, largos, mirando la guitarra, sin verla; su pulida superficie, las cuerdas gastadas, el reflejo de la luz en el clavijero. 
También podías encontrarla en el patio de la casa, saltando en los charcos que habían dejado las lluvias torrenciales, y cantando una vieja canción turca que había escuchado en la radio. 
Nunca llegué a descifrar que pasaba por su cabeza en aquellos momentos de mágica quietud. Pero se la veía hermosa, así, rodeada de una aureola de pasional misticismo, tan lejos y tan plena, enteramente suya...

Y Elisa, allí en naranja

Y aquel final de verano de 1930 estuvo impregnado de recuerdos luz naranja. Recuerdos que se le cruzaban a Elisa como flashes en aquella ciudad infestada por el calor sofocante de agosto.

Los negros tocaban un ritmo lento y pegadizo en una pequeña tarima fuera del bar verde de la esquina. Y Elisa los miraba, allí de pie, plantada en la calle con su vestido blanco de flores, dejándose hipnotizar por aquel ritmo latino, lento y seductor, que le traía aromas de infancia, de su primer amor, de aquello años... Y el naranja inundaba la calle; y la calle inundaba a Elisa; Y Elisa, allí en naranja, sólo sentía el chan-chan, el recuerdo, y un calor sofocante que se la llevaba, poco a poco...