sábado, 10 de noviembre de 2012

Muda súplica.

La música de Einaudi me recuerda a aquellas noches caminando por las calles de Nueva York, en las que la luz lo inundaba todo y me llenaba a mi, de vida y recuerdo. En aquellas expediciones nocturnas siempre me encontraba con personajes que después se quedarían en mi memoria durante mucho tiempo. Fue en una de esas noches cuando conocí a la dama de rojo. Siempre pensé que podría haber sido un personaje de novela, y que era un poco mia, ya antes de verla siquiera. Recortada contra el marco de la ventana, me esperaba tranquila, en uno de los bares de la avenida en la que yo me hallaba deambulando aquella noche, más por casualidad que otra cosa. Su vestido rojo se le pegaba al cuerpo, y su gabardina, siempre en color crudo, sobre la silla. Fumaba un cigarrillo lentamente, como queriendo fumarse la noche. No tardé en reconocerla. Y en saber, que luego, al salir, al irme, probablemente estaría lloviendo. Abri la puerta y me senté en su mesa. Nos miramos a los ojos, largo rato, mucho tiempo. Ella y yo. Ambas. No se cuanto pasó hasta que por fin detecté un atisbo de reconocimiento en sus ojos. Y quizá algo de miedo. Aunque ella nunca lo reconocería. Y entonces, por fin, lo supimos. Ambas lo supimos. Quizá en su discurso interno nunca llegó a relacionar hasta tal punto los conceptos y saber que eramos la misma persona. Que eramos uno, en realidad, ella y yo. Escritora y personaje. Ella pidió un baso de Wishky y yo un cafe con leche. No hablamos, sencillamente nos mantuvimos así, durante horas. Mirándonos. En algún punto de la noche, el camarero, que se había mantenido a parte, observando la curiosa escena sin llegar a intervenir, nos informó de que era hora de cerrar y teníamos que abandonar el local. Como predije antes de entrar, fuera llovia. Y la dama de rojo se alejó y yo la vi una última vez, recortada en las luces de la calle. Sólo al llegar a la esquina se giró, y me habló, despacio:

- Te echo de menos. Recuerda que si tu no escribes yo no existo...

La lluvia le desdibujaba el rostro y no pude ver sus lágrimas, aunque las intuí, en la distancia.  Y después volver, siempre volver, a casa. Probablemente no fue el encuentro más inesperado de todos aquellos que tuve en mis paseos nocturnos por las calles de Nueva York. Pero aún hoy me acuerdo de su cigarro, de su rojo, de su noche. Y de su muda súplica.



 Cuadros: Mark Keller



A veces lo extraordinario te encuentra, en la rutina de la cotidianidad, y te hace seguir, seguir adelante. Siempre adelante.